24 octubre 2015

Aprender a mirar, volver a tocar

Italo Calvino retratado por Sebastião Salgado. 
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

A Basilio Beliard solo le veo de vez en cuando y siempre en el mismo lugar, en los vericuetos de la librería Cuesta. Cada vez que tropezamos, intercambiamos abrazos y algún comentario sobre los libros que tenemos alrededor o llevamos en las manos.
Así pude enterarme que era un gran lector de Italo Calvino, uno de los escritores que más he releído en mi vida. Ambos alardeamos de atesorar la edición de su obra que Ciruela hizo en 32 tomos, esa que llega hasta Orlando furioso, la narración en prosa del poema de Ludovico Ariosto.
Por eso me sorprendió tanto la columna “El futuro del lector y del autor”, publicada en el periódico El Día, donde Basilio se confiesa alarmado por las nuevas reglas del juego que establecen los libros digitales. “Esa libertad que da el mundo virtual también se ha convertido en una trampa laberíntica de comunicación, que nos volverá afásicos y tartamudos”, asegura.
Comencé a escribirle un email donde le reclamaba que un lector de Calvino debería estar mejor preparado para los cambios. Pero justo en ese momento di con una noticia que me provocó pavor: Patrick Peterson acababa de imponer un record Guinness al hacerse 1.449 selfies en una hora.
Entonces decidí posponer el diálogo con Basilio hasta el próximo encuentro en Cuesta. Aunque sigo estando en desacuerdo con su visión apocalíptica del libro digital, es cierto que la democratización de los medios de comunicación ha permitido que la estupidez tenga más difusión que nunca.
Aun así, hay algo inobjetable. Las mismas boberías que dicen los libros digitales de Pablo Coelho, aparecen en los impresos en papel. El problema no está en el soporte sino en el contenido. Mi amigo Rogelio Obaya, ese personaje casi borgiano que es indispensable a la hora de explorar Cuesta, suele lamentarse del gigantesco volumen del mercado de la autoayuda.
Según Rogelio, gracias a la enorme demanda que tienen todos los subproductos mercadológicos de Coelho y sus congéneres, las librerías de hoy pueden sostenerse y continuar ofreciendo servicio a los que acudimos a ella en busca de bienes culturales.
La psicóloga Linda Henkel publicó recientemente una investigación en la Universidad de Fairfield, en Connecticut, que nos ayuda a entender lo que está ocurriendo.  Linda, después de parar a sus alumnos frente a una obra, los dividió en dos grupos.
Al primero, le pidió que retratara la obra con sus smartphones. Al segundo, se limitó a decirle que la miraran. Al día siguiente, los estudiantes que habían hecho fotografías recordaban muchos menos detalles que los que habían mirado la obra y no se llevaron consigo ninguna reproducción suya.
Los smartphones y las tabletas están cambiando para siempre nuestra manera de relacionarnos con el mundo que nos rodea. Una vez que se consigue uno de esos aparatos, nuestra mirada y nuestro tacto deben ser “reiniciados”. Debemos aprender a mirar, volver a tocar, establecer una nueva manera de relacionarnos con el entorno.
Pero eso no quiere decir, como supone Basilio, que obligatoriamente se tenga que “atropellar nuestra lengua y los principios más simples de la normativa escrita, y aún de la gramática”. Habrá literatura mientras sobreviva el lector. Él, y no el soporte de los libros, será quien decida si sobrevive o muere.
Yo, que soy un hombre del siglo pasado, no sé vivir lejos de mis libros de papel. Pero mi biblioteca virtual va creciendo poco a poco. No está lejos el día en que tenga la misma cantidad de volúmenes dentro del iPad que en los libreros.
Para mí el único problema de los libros virtuales es que no hace falta ir a la librería a comprarlos. Porque entonces pierdo la oportunidad de reencontrarme con Basilio y de seguir discutiendo con él sobre el tema, sin que una pantalla tenga que servirnos de intermediaria. 

1 comentario:

Mario Marti Brenes dijo...

“ … es cierto que la democratización de los medios de comunicación ha permitido que la estupidez tenga más difusión que nunca.” Camilo Venegas.
Esta aseveración inobjetable me ha inspirado. Recuerdo que cuando viajé por avión la primera vez en mi vida, en 1955, en un Jet “El Dorado” de la desaparecida Braniff International Airways, todos los pasajeros íbamos en traje, de cuello y corbata, incluso yo, con mis seis años. Mi padre portaba un sombrero de ala muy elegante, como el de las películas. Y las mujeres, ni se diga. Era un evento especial. El viaje era caro y las personas que tomaban el avión eran educadas, bueno, hacían gala de algo hoy día jurásico, la urbanidad.
Recuerdo que por entonces las personas famosas, a más de los políticos, eran los científicos de renombre como Marie Curie, Albert Einstein, o Edison, los deportistas y los artistas de talento. A nadie se le hubiera ocurrido comparar a Ñico Membiela con Giuseppe Di Stefano, ni a Celia Cruz con María Callas. Cada cosa, a mi modo de ver, estaba en su lugar.
Recuerdo que cuando accedí a mi mayoría de edad, cuando ya era maestro y trabajaba, me daba el lujo de visitar los lugares elegantes de La Habana, donde aún quedaban muchos, y la gente que allí encontraba era impecable, bien plantada: exsenadores de la Republica, excapitalistas, profesionales de todo tipo. En todo caso yo era el que tenía que cuidar mis modales un tanto proletarizados en la beca en la que me codee por seis años con muchachos de toda Cuba, de todas las razas y de todos los orígenes, donde a veces me decían entre envidia y desdén que yo era un “bitonguito”.
Y no es que estuviera segregada la sociedad con leyes, en la letra todos podían ir a cualquier parte. Pero a un albañil no se le ocurría sentarse al lado de un médico.
¿Era malo aquello? No lo sé.
En todo caso cuando veo que hoy se le llama a cualquier descerebrado “famoso” y a la mas frívola y pueril de las historia “telenovela”, celebro que ya me quede poco en esta sentina que es la vida actual.