05 julio 2014

Lyle O’Reitzel, el arte sin concesiones


Katja Loher y José Bedia en el privé de Interplanetary Kisses.
(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Todas las mañanas, cuando voy camino de mis labores, elijo la Gustavo Mejía Ricart. Muchas veces me he preguntado por qué lo hago, sometiéndome a los tapones que provocan los restaurantes y colegios que pululan en esa avenida.
Un día me di cuenta de que era por la Galería de Lyle O’Reitzel. Es una gran recompensa esperar la luz verde mientras miro, a través de unas vidrieras, obras de José Bedia, Jorge Pineda, José García Cordero, Hulda Guzmán, Edouard Duval-Carrié, Luis Cruz Azaceta, Gustavo Acosta y Gerard Ellis, entre otros.
La Galería no es más que unos pocos metros cuadrados dentro de una torre de Piantini, en el nuevo corazón de Santo Domingo. Pero la oferta cultural que genera ese espacio es mucho mayor y más significativa que la de enormes edificios con abultadas nóminas y presupuestos millonarios.
Un día le pregunté a Lyle cómo era capaz de organizar tantas exposiciones de primer nivel con los más importantes artistas del Caribe. “Yo no tengo plan B —fue su parca respuesta—. Solo me dedico a esto”. Implícita, estaba una larga explicación sobre cómo una galería puede ser sostenible aun ofreciendo arte de vanguardia y de gran calidad.
Por eso uno de los más importantes méritos de Lyle O’Reitzel es el de contribuir a consolidar un mercado para el arte contemporáneo, sobre todo en un país donde la mayoría de los que pueden comprar una obra de arte, prefieren los tópicos facilistas de algunos “maestros” o los lugares comunes de la tradición, que no es lo mismo pero es igual.  
“Interplanetary Kisses”, la exposición que se acaba de inaugurar en la Galería de Lyle O’Reitzel, pone a Santo Domingo en la órbita de la vanguardia mundial. Las obras que la suiza Katja Loher y el cubano José Bedia concibieron especialmente para la muestra, proponen en la capital dominicana un diálogo sobre los problemas más graves de la cultura y el hombre contemporáneos.
Bedia, quien permanece en suelo dominicano gran parte del año, traza una serie de círculos donde se hace viejas preguntas que siguen sin tener respuesta. Valiéndose del modo de representación preferido de las culturas originarias, el pintor contrapone los mayores avances tecnológicos con un hecho tan tremendo como el de detenerse a contemplar la naturaleza.
Katja, por su lado, acude a la esfera, un elemento desconocido para las culturas en las que Bedia ha basado su poética. A diferencia del cubano, que se ha mantenido siendo un pintor tradicional, la suiza se vale de la danza, el video y las más sofisticadas tecnologías para también cuestionar la relación entre la humanidad y el universo.
Insisto, en unos pocos metros cuadrados, en una esquina del corazón de Santo Domingo, se exhibe una exposición que podría estar ahora mismo en la más exigente galería de Nueva York, Londres, París o cualquiera de las capitales del arte contemporáneo.
La clave para sostener una oferta cultural de extrema vanguardia sin dejarse derrotar por la autocomplacencia o el asistencialismo (este último, uno de los males que más amenaza a la creatividad en República Dominicana), está en la escueta respuesta de Lyle: no tener plan B, convertir su proyecto en un sentido de vida.
Mientras muchas galerías insisten en comerciar objetos decorativos (no se le puede llamar arte a eso) y la mayoría de las instituciones culturales se ahogan en el activismo y la mediocridad, Lyle prefiere organizar muestras que en verdad agreguen significados y aporten valor.
Es así que un solo cuadro de Hulda Guzmán puede ser más valioso para la cultura dominicana que una millonaria feria de fanfarrias, derroche y politiquería. Es rentable, es un negocio, pero también es arte sin concesiones.

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