16 noviembre 2013

Los hijos de Emilio Salgari

(Escrito para la columna Como si fuera sábado, de la revista Estilos)

Tuve la fortuna de tener como abuelo a un lector empedernido. Aurelio Yero Alonso era el jefe de estación del Paradero de Camarones, un brevísimo pueblo perdido en un mar de cañaverales, allá por la región central de Cuba. Cuando los teléfonos no sonaban, eso quería decir que no venían trenes. Casi todo aquel tiempo de ocio, era invertido en leer.
Así fue que, siendo yo aún muy niño, puso en mis manos un manoseado libro con los versos de José María Heredia, todo lo que encontró de José Martí y decenas de novelas de dos escritores que me cambiaron la vida, porque llenaron de las fantasías más estrambóticas el reducido universo de aquel pueblo donde todos siempre iban de paso.
Emilio Salgari y Julio Verne todavía me ayudan a combatir la abulia. Hace mucho que no los releo, pero sus personajes nunca me dejan solo. Conviví tanto con ellos que jamás he podido prescindir de su compañía. El capitán Nemo, Sandokán, Phileas Fogg, el Corsario Negro, Miguel Ardan, Barbicane y Nicholl.
Todos ellos, lo mismo en el mar que en el cosmos, a bordo de un submarino o un barco pirata, en la mar Caribe o en las islas de la Malasia, me enseñaron a luchar siempre del lado del bien. Soy cobarde, nunca he tirado un tiro, ni siquiera he llegado a tocar un arma de fuego (eso se lo prometí a mi abuelo de niño), pero al menos desde la imaginación he librado más de mil batallas.
Salgari y Verne me enseñaron otra cosa muy importante. Por lejos y ajenos que parecieran los lugares, la distancia nunca podía ser una excusa para ignorarlos. Emilio Salgari jamás estuvo en el Caribe, sin embargo, nadie pudo escribir con más pasión que él lo que fue este mar en la época de los corsarios y los piratas.
Cuando Verne escribió “20 mil leguas de viaje submarino” y “De la Tierra a la Luna”, era más que improbable navegar por debajo del agua o salir disparado hacia el espacio sideral a bordo de un cohete. Eso no lo detuvo, todo lo contrario. Su literatura acabó convirtiéndose en una decisiva fuente de inspiración para los científicos que sí hicieron posible la mayoría de las cosas que él se había imaginado.
Cuando me fui haciendo mayor, mi abuelo comenzó a prestarme otros libros. Algunos de aquellos ejemplares aún los conservo y los cuido con el mismo celo que él. Así fue que Thomas Mann me trocó la cabeza. En esa novela, que el alemán escribió en escenarios de la India, comprendí el conflicto que puede surgir entre la vida y el arte o la inteligencia.
En el año 2000, mientras preparaba las maletas para un viaje solo de ida a Santo Domingo, me leí “La fiesta del Chivo”, de Mario Vargas Llosa. Creo que ningún otro libro me hubiera explicado mejor lo que fue la dictadura de Rafael Leonidas Trujillo y sus consecuencias en la sociedad y las identidades de República Dominicana.
Luego, ya de este lado del Paso de los Vientos, me leí dos libros de Edwidge Danticat. “Cric, crac” y “Cosecha de huesos” fueron mis primeras lecturas en el exilio. Además de los indiscutibles valores que tienen ambas obras, la circunstancia en la que los leí me hizo desarrollar un especial apego por esos libros.
Releyendo los cuentos de Juan Bosch y de Virgilio Díaz Grullón, seguí entendiendo lo que nadie me podía explicar, ese subsuelo que jamás se encontrará por más que se escarbe. Aún así, siempre sentí que me faltaba un personaje, alguien que me revelara el resultado de tantos accidentes históricos.
Ese tipo fue Oscar Wao. Gracias al personaje de Junot Díaz acabé de comprender lo que ni siquiera yo, después de 10 años de permanencia aquí, dilucidaba. Como pueden ver, le debo mucho a escritores que hablan de “lo que no saben” y que meten las narices donde nadie los ha convocado.
Esos intrusos en el polvo me enseñaron a formar parte de una generación que, en honor a mi abuelo Aurelio, aquel viejo ferroviario que me convirtió en un lector empedernido, quiero llamar “Los Hijos de Emilio Salgari”. Eso, solo eso.

1 comentario:

Susy Caula dijo...

¡Qué hermoso, Camilo! Desnudas tu niñez, afloras los recuerdos que parecen no haberse desprendido nunca, como el terno equipaje, gracias por el pedacito que nos toca.