Le dediqué la mañana del sábado a uno de los afanes que más disfruto, deambular por los pasillos del supermercado. Así fue que descubrí, entre embutidos y legumbres, un ejemplar de Duarte en mi corazón de niño, un libro de Juan Gilberto Núñez. Confieso que al principio me produjo un ataque de risa, pero poco a poco me fui tomando en serio aquello y acabé por arruinar mi deliciosa rutina.
Lo primero que me impactó fue la ilustración de la portada. La caricatura de un rubio de ojos azules suplanta al prócer Juan Pablo Duarte, el mestizo dominicano que promovió el (re)nacimiento de una nación. Eso me hizo recordar la exposición del Centro León donde se propone un diálogo sobre las identidades dominicanas y el verdadero color de los que las han hecho.
No tuve el valor de comprar el libro, la lectura de un par de párrafos me bastaron para entender su disparatado propósito. Lo único que lamento de él es el prólogo de Juan Daniel Balcácer, de quien conservo recuerdo entrañables y cuya lucidez me consta. Por eso no me explico qué hace Juan Daniel justificando lo que no tiene la más mínima justificación.
Justo al lado de Duarte en mi corazón de niño, donde su autor figura de traje y pañuelos, había un ejemplar de un libro que perdí del Premio Nobel Mario Vargas Llosa (quien, por cierto, se hizo retratar en mangas de camisa). En República Dominicana hay muchos individuos que, de buena fe, tratan de rescatar el legado de Juan Pablo Duarte. El primer paso para lograr eso, debería e ser la reconstrucción de un hombre creíble.
Justo por eso fue que llegué con Mario Vargas Llosa debajo del brazo a la caja registradora.